Breve, pero magnifico relato de los días de la matanza del cerdo en los fríos inviernos de nuestros pueblos, que me tomo la licencia de transcribir aquí, seguro que a Sole no le importará, excelente narrativa, enhorabuena y gracias.
De 'matanza' en Abla
Texto: Sole Venegas (Seudónimo)
http://abla.blogia.com
08/12/2007
... Son esas mañanas que esperamos con autentica devoción, madrugás de mistela y amanecidas de roscos...Son mañanas límpidas, secas, frías.Las chimeneas, desde muy temprano, se clavan en un cielo azul y transparente con hambre. Y las calles, chorrean hilillos de agua ocre de la aplastada cebolla cocida que se enfría. Poco después y para pintar la mañana, unos gruñidos se agarran al aire para vivir.
No mucho más y la habitación fría, todo es vaho. Todo se confunde entre la sangre caliente y las manos de la mujer que en el lebrillo da vida al amanecer.... El marrano, inerte, sobre una mesa de madera espera el milagro...
Dice mi abuela, que ellos, desde
los Castillos, cuando veían en la amanecida las casa a humear ,
empezaban a preparar la olla. Era costumbre " Echar la olla" surge como
una necesidad que después se haría tradición.
El hambre en el pueblo, bromea mi abuela, iba de arriba abajo. Siempre, no sabe si ahora sigue igual, los más necesitados estaban en los castillos y los más holgados abajo ( C/real, c/ baja...)
" Echar la olla" La olla era anónima y bajaba por la chimenea en noche oscura y era muy difícil que no subiera con alguna morcillica. Dice mi abuela, que la matanza, era el acto social más plural que ella ha conocido.
Era el lugar donde se reunían : abuelos, primos, tíos, y allegados, para comer y beber una vez " pelao y colgao en su camal el marrano"; y abuelas, tías, primas y allegadas para trabajar, y canturrear....
...Era allí, en las matanzas, donde los mozos secos y con ruda mirada, mostraban a sus " chachos" su fuerza y temprana hombría; y su vez , de reojo, con fuego, lanzaban culebrinas a los carrillos coloraos de las mozuelas que junto a la chimenea y sus picaruelas " chachas" preparaban su rubor...Los niños... los niños y niñas para no molestar, durante el día, a la calle con la zambomba y a coger cañas al río para colgar las morcillas. Y por la noche, al corral, aunque ellos prefiriesen habitaciones oscuras para jugar "a la gallinica ciega" y despertar locuras.
¡ Ah ! y el olor denso y penetrante "del testamento", dice mi abuela, inundaba a toda la casa de un algo tan especial que no cabe descripción posible: pimentón, matalahúva, canela, clavo, pimienta, chiquilín, orégano, un mazo de tripas, naranjas limas, limones...
Es la matanza, madrugá de mistela y "mantecaos", donde se abrazan las ansias del gruñir del hambre por los "terraos".
Son mañanas límpidas, secas, frías, tan frías como la noche sigue al sueño.
Abulenses, como me dice mi abuela, lo bueno que tiene el recuerdo, es que podemos pasear siempre con él.
Foto que acompaña el relato de Sole
Sacrificio tradicional del cerdo
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Otro interesante y descriptivo relato de Juan José Pérez López
beninar.blogspot.com
La matanza (del inocente)
Los
cerdos que los tratantes traían para vender por los pueblos de La
Alpujarra eran de una raza ibérica diferente a la que posteriormente se
fue adquiriendo en Benínar. Tenían el hocico largo y la piel negra y/o
alunarada; los chatos y blancos llegaron tiempo después. Diciembre, era
el mes elegido para matar al susodicho animal que, desde la primavera,
había estado devorando como lo que era, hasta lograr alcanzar el peso
con los productos que daba la mata: pelauras de papas, restos de la
fruta caída del árbol, pellas de harina de cebá (revuelta con el orujo
sobrante de la aceituna una vez molida en la almazara), granuja,
remolacha, zamborinos (calabacines), calabazas, etc., etc. Los últimos
meses de vida del animal, y para rematar el sabor de la carne, se añadía
en la pileta de piedra un cuartillo de chícharos todas las noches
sustitutos de las bellotas (que no se recogía en Benínar) provenientes
de la sierra. El engorde duraba unos nueve meses, aproximadamente.
Una
mañana, antes que cantaran los gallos, Cidoro, el anfitrión de la
matanza, saltó de la cama y empezó a prepararse para la fiesta a
celebrar ese día.
Las últimas luces de las constelaciones de las cabrillas y del carro mostraban el brillo de su natural parpadeo.
De
un brinco, Cidoro dejó el colchón relleno de lana, puso los pies en el
empedrado suelo gris y ¡alehop! se dirigió a despejarse la cara a garfás
de agua en la zafa blanca de lunares oxidados. A continuación, ya
vestido, se dirigió a la taquilla para tomar un trinque de cazalla que
despabila al más dormío y colorea con encanto las mejillas.
Seguidamente
se dispuso a preparar los apechusques para la matanza del bicho que su
mujer, Soledad, más madrugadora, estaba seleccionando como una genuina
“maestra de ceremonias”, además de preparar la comida de los convidaos
que iban a colaborar en el ritual.
Después se dirigió
hacia el patio del almacén donde llenó la caldera de cobre; la puso
sobre las estrebes, y la llenó con agua de la fuente del Murallón, echó
un chisco (encendió) la lumbre con los haces de abulagas que había
recogido el día anterior, para desentumecerse los huesos y calentar el
agua del caldero imprescindible para afeitar el inocente marrano después
del sacrificio.
Estaba todo a punto, cuando empezó a
clarear el día ante el portal del gran almacén donde se efectuaría la
matanza. La salida de un sol helado y sombrío que iba cubriendo la
tierra mustia y agotada por el frío invernal no lograba ensombrecer el
espíritu de fiesta que transitaba a través del aire puro del valle.
Pepe
el mataor llegó primero. Era un mozo alto, taciturno de sonoro caminar
al que Cidoro le endiñó un chatillo de cazalla, para mitigar la
pesadumbre que siempre -a pesar de los años que llevaba ejerciendo el
oficio de matarife- le producía cada matanza. Pepe se bebió el
aguardiente, y para eliminar el resquemor, tomó el cenachillo de esparto
que estaba en el bazar y se comió unos higos secos para acompañar al
licor; necesitaba la fortaleza y el ánimo que la operación requería.
La
mañana continuaba su recorrido, mientras los vecinos, amigos y
familiares iban llegando para ocupar, locuaces y dispuestos, la escena
del acontecimiento del día. Los hombres con ceñidas fajas negras y las
mujeres protegidas con largos y recios mandiles de jarapa arco iris,
iban arremolinándose alrededor de la mesa de la inmolación. El ardor
entusiasmado se iba elevando de tono entre los convidaos, a medida que
el aguardiente, los higos y los matecaos de Laujar -siguiendo la
tradición- alcanzaba su función.
Gaicos la Molinera,
tomó el lebrillo colorao de grueso barro vidriao, para recoger la sangre
que removería, sin cesar, evitando que se cuajara.
Otros,
más fuertes, se dirigieron animados a la zajurda para sacar a
rempujones a la desconfiada víctima. El animal barruntando el peligro,
que acechaba su corta existencia, comenzó con gruñidos su inútil
rebeldía. Con sogas y a empellones lograron sacarlo de la pocilga que
estaba en el mismo corral con otros congéneres. Mientras, el resto
esperaba alrededor de la mesa tomando posiciones para sujetar al bicho
que no cesaba, con razón, de berrear. Los chillidos sobresalían por los
terraos del pueblo alzando el sonido hasta alcanzar el cercano cortijo
de Adoración a la vez que sujetaban los futuros brazuelos y los ansiados
jamones de pata negra.
Papica, (el veterano) agarró el
rabo ayudado de los chiquillos y Pepe el mataor, le retorció las orejas
al marrano para evitar cualquier movimiento. Con una soguilla de
esparto, atada al morro, le dio unas vueltas al jocico para esquivar las
tarascás de la fiera. Metió un gancho por la laña que le atravesaba el
morro como un pirsin (piercing) que impedía que jozara en la cochinera.
Todos a una, trincaron a la infeliz bestia subiéndola en volandas a la
mesa de madera asegurada con ramales de esparto para impedir que las
dieciocho arrobas (207kg.) de peso la hicieran tambalear con el estertor
del cuerpo.
Pepe, agarró la alfaca albaceteña y
después de señalar un punto preciso en el guajerro (pescuezo) se la
clavó con tal maestría que al instante brotó un chorro de sangre
parecido al que mana la fuente de la Cañarroa (Cañada de Roda) durante
el seco estío de la zona. La sangre caliente y grumosa iba disminuyendo
de volumen directamente proporcional a los berridos del animal que se
debilitaba perdiendo su eco entre el jaleo de la gente. Durante un
segundo se escuchó el silencio que rompió la estentórea voz del matarife
dando órdenes a los demás.
Todo hombre llevamos dentro
un animal salvaje que sacamos en momentos puntuales de nuestra vida.
Ésta era una de las ocasiones que legitima la brutalidad reprimida.
Gaicos
la Molinera, continuaba amparando y removiendo la sangre sin cesar. Las
mangas de la varonil camisa de rayas que cubría su espalda, estaban
arremangás por encima de los codos, dejando al descubierto unos brazos
ejercitados y teñidos de rojo carruaje. Sangre que sería utilizada para
fabricar la rica y negra morcilla y la celebrá gutifarra.
La
cueta (cubo) de cinc se llenaba del agua hirviendo de la caldera para
esturrearla por el difunto marrano. Cidoro, con un afilado cuchillo de
pelar comenzó, como diestro barbero, la siguiente fase seguido de los
demás “peluqueros”. Una corriente de agua humeante arrastraba las cerdas
duras y oscuras del animal abriéndose paso entre las piedras de la
calleja. La inclinación natural de la vía facilitaba el tránsito de ésta
que, turbia, se deslizaba entre los empotrados cantos de piedra. El
fuerte y característico hedor a sangre caliente seducía a las familiares
moscas que despertaban zumbando del letargo invernal a participar del
festín.
Después de realizar el rasurado del cerdo, se
le remataba con un chamuscado hecho con un mancho de esparto encendío,
para eliminar los restos de pelos escondidos entre las arrugas y la
careta del animal que se doblaban crujiendo hasta desaparecer dejando el
pellejo limpio como una patena.
Un maravilloso
almuerzo, ofrecido por Cidoro y cocinado por Soledad, les estaba
esperando en la cocina, compuesto de una fritá de azaura blanca y negra,
que no se la saltaba una galgo, regada con unos trinques de vino que
Cidoro había traído de Murtas, a lomos del mulo castellano, en cuatro
damajuanas de arroba en aguaeras de pleita de esparto.
Frasquito
Cazeta sacó el camal para colgar al animal del techo. En las patas
traseras del cerdo, hizo un corte hasta descubrir los tendones a fin de
poder pasar por los extremos del camal las patas jamoneras dejando
suspendido el cuerpo de una alfanjía (viga) de madera de agriaz que
soportaba la cubierta de la amplia estancia.
Con
certeros y precisos tajos, el mataor, saja la panza del animal que se
abre al instante como una bendición. Empezó hurgando el vientre para
extraer el mondongo, las tripas y las azauras que iba depositando en una
canasta de mimbre, comprada a Loreto la gitana, que después se lavarían
en la cequia del lugar.
A continuación venía el
fregado de las tripas para limpiarlas del resto de la digestión. Una vez
limpias las iban ordenando en otro lebrillo de barro nijareño revueltas
con cascos de limones y sal gorda, para eliminar la rejumbre. Siempre
era necesario comprar más tripas de cordero en la plaza para tantos
embutidos; las propias del animal eran insuficientes.
Durante
toda la noche se dejaba el marrano al oreo. Al día siguiente Pepe el
mataor con arte de cirujano, iba separando los brazuelos, la papa, las
panzas de las mantecas (base de los mantecaos), el espinazo, etc. que
iba ordenando según el tamaño de la pieza: los lomos en la orza;
jamones, brazuelos y las panzas se subían al salaero para enterrarlos en
la sal durante todo el tiempo que corresponda proporcionado al peso del
animal (un día por kilo o alguno más si se prefiere el jamón más
salado). El salaero, por lo general, se construía encima de la escalera
que subía a la cámara; el mismitico subiero que accedía al terrao de la
casa.
Los chiquillos se entretenían con la vejiga
del cerdo. Ésta una vez seca e inflada como un globo la reventaban
durante la cena con el consiguiente susto de los comensales. Además, con
la vejiga, fabricaban zambombas con los carrizos que recogían de las
mansiegas o carriceras para tocarlas durante las Pascuas y también
fabricaban arcabuces con las pitas vaciadas y una piel de conejo untada
con ajo para tensar el pellejo animal. El sonido musical que ésta
producía les ayudaba recoger el aguilandillo.
La cena,
preparada por Soledad, consistía en un guisao de col, cardos o nabos,
acompañado de tocino y morcilla de la propia elaboración. De nuevo, se
convidaban a los presentes con unos chatos de vino y unas tapillas del
corbatín asado sobre las ascuas que aún mantenían el calor.
Las
mantecas se utilizaban para hacer los chicharrones destinados a las
tortas y sobrasadas. Las zurrapas o pringue de la morcilla colorá y de
la butifarra blanca servían para untar el pan cubierto de azúcar como
una rica merienda infantil. Los pellejos para la butifarra. El rabo para
el cocido o guisao.
Todo el día se trajinaba en la
fabricación de los embutidos: longaniza, butifarra, salchichón, chorizo,
sobrasada, etc. Con el intestino grueso, llamado “calcetín”, se embutía
la sobrasada. Los embutidos se colgaban de las cañas de la cámara
-destinadas, además, al secado de los racimos de uvas-. Para catar la
morcilla era costumbre ofrecer una rosquilla de la misma a los
partícipes y conocidos más allegados. La llamada última espolilla (copa)
de licor remataba la alegría del sacrificio.
El olor
de la carne aliñada junto a las especias trasminaba la estancia de la
casa atravesando los huecos de la misma para impregnar el aire frío con
aromas de vida y muerte.
El aire serrano terminaría de
curar el trabajo de Cidoro y los demás, cerrando la elipsis iniciada con
la compra del cochinillo y acabada en la matanza del inocente marrano.
Con la venta de los jamones se obtenía el dinero necesario para comprar
una nueva cría. El equilibrio de la supervivencia tocaba su…
FIN
Juan José Pérez López
A la memoria de mi abuelo Cidoro
Estas ultimas imagenes acompañan el relato de Juan José
dematanza/abril2011